viernes, 18 de junio de 2010

La bendita tozudez del Sol de Bata

El sol, como cada tarde, se ponía en el horizonte. Desde el malecón, desde el Paseo Marítimo, desde la parte trasera del edificio ruinoso y en obras de Radio Bata, desde la terraza del piso alto alto del Centro Cultural Español... desde todos esos y tantos otros lugares de la capital continental, varios ojos, entre curiosos y estupefactos, asistían cada tarde al puntual espectáculo de luces y colores.
El Sol, sabedor de ser el más importante deleite visual de la ciudad, el sustituto del cine o el teatro, cada noche se engalanaba como un actor antes de salir al escenario. No se disfrazaba, sino que hacía todo lo posible por realzar su belleza, como una chica coqueta que sabe maquillarse.
Aquella tarde se había envuelto en la mejor de sus luces, sus tonos naranjas habían sido especialmente elegidos, hasta había decidido ponerse un poquito más abajo de su ecuador ese girón de nube grisácea que le hacía irresistiblemente romántico y melancólico. Todo estaba ya preparado para el espectáculo, el Sol sentía en su ombligo unas leves cosquillas justo el momento previo a pasar aquella parte del cielo a partir de la cual se consideraba inaugurada la puesta de sol, respiró hondo mirando al mar que se extendía tranquilo bajo sus ya tenues rayos y se lanzó haciendo acopio de toda su presencia escénica.
Pero cuál sería su sorpresa cuando, a los pocos segundos de empezar el descenso rumbo al horizante, le envolvió un sentimiento gris, mucho más gris que la nube-falda que le cosquilleaba en su hemisferio sur: NADIE le miraba hoy. No era capaz de encontrar ni una sola mirada que le prestara atención. Ni un solo habitante de Bata le estaba esperando esa tarde. Todos parecían ocupados, muy ocupados. La prisa y las ocupaciones y las preocupaciones les habían atrapado. Bata estaba llena de oficinas, a su vez llenas de señores y señoras con miradas graves e incluso agresivas y de ordenadores, de teclados de ordenadores, de hojas Excel, de horas extras, de presupuestos, de teléfonos, de informes, de facturas y de prisas. Mucha prisa. Muchos plazos. Muchas citas. Muchas citas que se solapaban con otras citas. Cronogramas, listas de tareas y tareas sólo para listas (y listos).
El Sol se sintió profundamente solo.
Pero no sólo solo. Sino triste; y no sólo triste; sino triste y preocupado por los hombres y mujeres que no sólo se habían olvidadado de mirarle a él, sino que, en su autofabricada urgencia y en su autoimpuesta prisa, se habían olvidado incluso de mirarse a los ojos los unos a los otros.
Sólo existía la prisa, y la prisa los embaucaba y los encerraba. Los ponía de mal humor. Los condenaba a la soledad por más que soledad acompañada.
El Sol se secó con rabia y dignidad serena una lágrima en forma de llama. Y una vez pudo sobreponerse a lo que estaba viendo, se sintió profundamente afortunado. Afortunado, porque no tenía ninguna prisa por llegar a su horizonte, a su destino. Decidió que el espectáculo debía continuar, y representó su papel como el mejor de los días, como si tuviera sobre sí las decenas de miradas que habitualmente le espiaban. Se esmeró en los brillos finales para hacer aún más hermoso su reflejo sobre el cálido y manso mar. Había decidido que cada día seguiría saliendo y cada día se esmeraría en representar una puesta de sol aún más bella que la del día anterior. Tenía la esperanza de que, de este modo, algún día algún hombre o alguna mujer no podrían resistirse a la belleza de su espectáculo, y volvería a mirarle como siempre. El Sol, aun siendo presumido y ávido de atención como cualquier actor, en este caso no anhelaba que esto sucediera para sentirse observado sobre su aéreo y acuático escenario. Sino porque eso significaría que el ser humano, libre de la prisa y las serias obligaciones de los señores serios, habría decidido volver a apreciar las cosas importantes de la vida. Y, quizás, si le miraban a él, sería porque habrían vuelto a mirarse a los ojos los unos a los otros.
Y es por eso quizás que el otro día, cuando encontré al Sol sereno, tranquilo y hermoso como nunca al mirarlo sobre la balaustrada del Paseo Marítimo, sentí que me hacía un guiño, y que el viento cálido me susurraba: "No olvides lo verdaderamente importante. Recuerda qué pequeñas cosas son las que dan sabor a la vida"