sábado, 21 de agosto de 2010

Un puntito de magia

Esta noche hay un puntito de magia. Volvemos del aeropuerto de Malabo hacia Elá Nguema. Está lloviendo. El limpia-cristales del taxi resbala sobre la luna delantera, fragmentada en añicos por algún golpe más o menos reciente, como en muchos taxis de aquí. Suena una música que es algo así como reguetón, pero a la guineana:

“Esta noche te voy a hacer mi señora… “

La letra es desastrosa, rozando lo jocoso; pero hay que reconocer que tiene ritmo. El taxista sube el volumen, y mirando por las ventanillas me siento como dentro de la escena de una película, por la cuasi-autopista desierta, viendo pasar la ciudad semi-iluminada a nuestro lado. “Esta noche hay un puntito de magia”, le digo a Juan, que va sentado a mi lado en la parte trasera del taxi.

Venimos de dejar a Ceci en el aeropuerto. Por razones que sólo entiende quien (y entiende todo el que) ha vivido en este país, Ceci tiene que salir sin visado de salida y con el visado de entrada caducado hace una semana. Estaba nerviosa. Hasta hemos ensayado la escena unos minutos antes en la terraza de casa. Juan era el policía que, con cara de pocos amigos, le preguntaba por su visado. El roll-playing ha salido bien. “¿Cómo lo podemos arreglar?”, le preguntaba Ceci a Juan_policía, intentando ser lo suficientemente ambigua como para no dejar demasiado ni demasiado poco claro que estaba preguntando el costo de salir del país sin más problemas.

Ya en el aeropuerto, después de pasar los trámites de revisión de maletas, véase una especie de escáner humano a golpe de abrir cremallera y hurgar en el interior de tus pertenencias (cuánta ropa interior usada de diversas nacionalidades ha tenido que tocar esta gente) y después de realizar la facturación, llegaba el momento de la verdad: Juan y yo, que hemos decidido acompañarla para dar apoyo moral y poner cara de cooperantes_buenos_buenísimos si había algún problema, o sacar mi cotizado carnet de protocolo blanco y recién plastificadito en España por si servía de algo, después de darle un beso y un abrazo, nos hemos quedado detrás de la mesa donde por fin tenía que enseñar su pasaporte a la policía. Desde donde estábamos, sólo se oían fragmentos de la conversación. Un “¿cuánto tienes?” llega a mis oídos. Ceci saca tres billetes de color morado, y deposita en la mesa el pago de su “visado” de salida. Lo ensayado se cumplía tal cual. El policía, después de guardar el pago en su bolsillo, le hace una señal para que la acompañe a una estancia interior, que todavía se ve desde donde Juan y yo estamos situados. No la perdemos de vista. Y de pronto, me siento como si Juan y yo fuéramos miembros de la Orden del Fénix, camuflados en el mundo de los Muggle, y dispuestos a sacar nuestra varita mágica ante cualquier movimiento que nos resultase sospechoso. Con un Accio Billetes, los 30000 CFA salen del bolsillo y vienen a nuestras manos, y con un Expecto Patronus creamos una fuerza protectora que impide que a Ceci le pase nada malo, y le permite volver sana y salva a Madrid. Vuelvo en mí misma y me doy cuenta de que tanto leer Harry Potter me está trastornando un poco… pero no me importa.

Por fin Ceci, después de la foto y el escáner de las huellas dactilares de rigor, se vuelve, sonríe, nos dice adiós con la mano, y se dirige a la sala de embarque. ¡Prueba superada! La Orden del Fénix se retira y coge un taxi.


Lo dicho: esta noche tiene una pizca de magia.

lunes, 16 de agosto de 2010

¡Aquí huele a "ratÓnnnn"!

Con esa frase y el ceño fruncido recibía un día a Dani hace tiempo la responsable continental del programa de Tuberculosis. En su despacho olía a "ratÓnn", con una fuerte y acentuada "O" y unas nasales enes; y es que eso aquí pasa hasta en las mejores familias.
Aquí la fauna se sucede la una a la otra, casi como por ciclos, porque en realidad esta casa no es más que un pequeño ecosistema, con su cadena alimentaria y todos sus demás complementos. Si exterminas a unos, aparecen los otros. Es así, y así hay que aceptarlo.
Están las salamanquesas, que aunque te den algún que otros sustillo cuando vas de noche por la cocina y de repente se mueven por la pared, pues oye, se comen a los mosquitos. Si quitas las salmanquesas, aumentan los mosquitos. Están los ratones, que dejan todo requetecagado y roído; pero, oye, mantienen a raya a las cucarachas; si quitas los ratones, aumentan las cucharachas. Podrían estar los gatos como en casa de Ana, pero exigen demasiada responsabilidad y atención y su orina huele muy mal; pero oye, se comerían a los ratones. Están las cucarachas, que también lo dejan todo lleno de cagadas y esparcen la mierda por la que circulan con sus gigantescas patas y alas; pero, oye... vaya, lo siento, no consigo encontrar ninguna utilidad, ni tan siquiera en la cadena trófica, para las cucarachas. Supongo que algún sentido tendrá su existencia...

Bueno pues, como decía, no nos animamos a tener gato. Como consecuencia, los ratones se han ido haciendo fuertes. Al principio era sólo Gutemberg, el que compartió las campanadas de año nuevo con nosotros desde su escondrijo en la encuadernadora. Pero a él se le fueron sumando Saimaza, el que vivía en la cafetera; Zanussi, el que se montaba los festines bajo el frigorífico y hasta Chueca, el que no se atrevía a salir de nuestro armario, aunque rascaba la puerta por dentro cada noche (resultaba muy tétrico despertarse y oírlo a las cuatro de la mañana, como en una película de terror en la que algún fantasma se esconde en el ropero y rasca por las noches :S ).
Llegó un momento en el que la multiplicación llegó a un ritmo tal que ya no éramos capaces de distinguir quién era quién. Si la familia ratona era tan grande que ya ni los conocíamos, había que tomar una decisión. Como dice Miguel para justificar el cruel veredicto que dictamos entre todos los seres humanos que habitamos esta casa, "no había opción: eran ya más que nosotros". Así que la batalla comenzó: la rapidez de reproducción ratonil contra la aguda inteligencia humana. Y la aguda inteligencia humana llegó desde la sabiduría de una adorable monjita en la década de sus setenta, farmaceútica en uno de nuestros centros de salud, y que tras muchas otras décadas en Guinea decía conocer el mejor remedio contra los roedores: Indometacina. Para los legos en la materia explicaré que la Indometacina es un antiinflamatorio potente que se usa sobre todo para enfermedades reumáticas. La salvación contra el dolor de muchos humanos resultaba ser un poderoso veneno contra los ratones: se había declarado la guerra química en la casa-sede de Mbá Nguema.
Catalina, que así se llama la religiosa experta exterminadora de ratones, buscó en los almacenes perdidos de María Gay el tesoro que nos liberaría de nuestros incómodos okupas: un envase clínico de mil pastillas de indometacina "gran reserva", véase caducadas desde el 2005. La noticia se difundió, y en la antigua casa de Dani y Laura, donde ahora viven un tropel de consultores y otros cooperantes-FRS, se probaron los nuevos artefactos a modo de minúsculo Iroshima. Llevados por la urgencia, y aún sin tan siquiera haber comprobado en profundidad la efectividad del arma, comenzó la instrucción militar a gran escala: el bote de indometacina pasó de casa en casa, y los "soldados" más adiestrados enseñaban a los novatos el proceso de preparación de los cebos. Se trataba de machacar cuidadosamente en mortero las pastillas antiinflamatorias, elegir un cebo suculento (galletas Gullón Tropical, raspas de queso, y hasta pan con aceite pensado para perdición de los ratones_señorito_andaluz). Una vez elegido el cebo, se coloca sobre un papelito y se espolvorea generosamente con los polvos de indometacina, se coloca en lugar accesible pero íntimo (los ratones son tímidos, y prefieren comer a escondidas) y a esperar.
Así lo hicimos en nuestro "hogar", y cuál fue nuestra sorpresa cuando al día siguiente los cebos habían desaparecido de sus lugares. Reímos con risa malévola al intuir lo que pasaría en breve. Pero no: los días pasaban y los ratones seguían paseando a placer por nuestra cocina, nuestros pasillos, nuestra oficina y nuestros dormitorios. Y hasta parecía que nos hacían una mueca jocosa al "esprintar" patinando ante nuestras narices sobre las baldosas. Más tarde aparecieron los cebos, movidos de sitio, pero sin comer. Los ratones se habían reído de nosotros y nos habían hecho creer que habían picado el anzuelo, cuando simplemente se habían dedicar a juguetear con nuestros cebos. Desmoralizados, empezaba a fallarnos la confianza en nuestra arma química.
Pero cinco días depués del lanzamiento del arma de destrucción masiva, mientras subía las escaleras pensando en que por el olor que salía por el pasillo se debían de haber atascado de nuevo las tuberías, se me abrieron mucho los ojos como cuando intuyes algo claramente y me sorprendí a mi misma exclamando "¡Aquí huele a ratÓnnn!". Y entonces comprendí en toda su profundidad el significado de la frase que aquella mujer sabia había dicho aquel día a Dani. Decir "¡Aquí huele a ratÓnnn!" quiere decir " Aquí huele a putrefacto, a cuerpo en descomposición, a cadáver, a anaerobio". Y supe que muy probablemente habíamos triunfado. Entonces, después de haber sido asesinos a sueldo, pasamos en un momento, cual Mortadelo, a cambiar de disfraz y ponernos el de forense. Por algo soy la nariz más aguda a este lado del Misisippi; así que, uno por uno fui buscando los cadáveres usando mi pituitaria como radar. Y allí fueron saliendo, algunos ya cubiertos de gusanos: uno en la bombona de butano, otro entre las cajas en la oficina, otro junto a los armarios de la cocina...
El problema es que mi pituitaria dice, y la de Carmen me apoya, que el cuarto individuo se encuentra metido en la caja del aire acondicionado, así que en estos casos no sabemos cómo se procede al levantamiento del cadáver. Suponemos que habrá que llamar a un técnico.

Moralejas: la insuficiencia hepática por indometacina en ratón casero común tiene un período de latencia de entre tres y cinco días; y nunca subestimes la capacidad de una monja septuagenaria como planificadora de muertes en masa.

martes, 3 de agosto de 2010

No siempre es fácil

No... No siempre es fácil. Hay momentos duros. Y te sorprende al cabo de los meses descubrir que las cosas que te cuestan no son precisamente las que imaginaste cuando pensabas en venir para acá. Máxime cuando tienes más o menos cubiertas ciertas comodidades (el agua, la luz, el ventilador y hasta el aire acondicionado, la comida a la occidental...) y te das cuenta de que las que te cuestan son otras más "psicológicas": la invasión permanente de tu casa, que, además de ser compartida sin que tú elijas ni con quién ni cuándo, no es una casa, sino una oficina, con la falta de "libertades domésticas" que eso supone; el desgaste de ver a los mismos siempre y en todos los contextos, forzando una intimidad que no tienes en Madrid ni con tus mejores amigos (aunque como contrapartida estoy segura que unos pocos de ellos posiblemente llegarán a serlo); la claustrofobia de estar privado de la oportunidad de dar rienda suelta a tus aficiones favoritas; de nuevo la claustrofobia de vivir en el trabajo y con la gente del trabajo, lo cual implica no disfrutar de la bendición de desconectar tu cabeza del trabajo en las 24 horas del día durante más de un año, incluidos domingos y fiestas de guardar; la incomodidad de medir tus palabras en la calle para no decir ninguna "inconveniencia"; y un lo suficientemente largo etcétera para a veces tener ganas de coger el primer avión a casa...

Reconozco que hoy estoy un poco pesimista; y también reconozco que ya va siendo hora de volver (en estas post-vacaciones ya lo veo meridianamente claro). Y también reconoceré que esta experiencia me ha enseñado muchas cosas: de lo que quiero y no quiero para mi vida; de lo que es y no es la cooperación; de las idealizaciones que se hacen de la misma; del estilo de vida que supone ser cooperante, y que en muchos casos no cuadra con patrones idílicos forjados en las mentes; de lo que es tratar con gente con poder; de qué trabajo me gusta hacer y cuál no; de cuáles son mis límites en la convivencia y en el trabajo; sobre para qué cosas soy menos extraordinaria y más bien más normalita de lo que creía; de qué cosas son realmente "la libertad", e incluso "La Libertad"; de qué cosas valoro de mi tierra y de mi gente, con todas sus imperfecciones; de lo importante que es cuidarse mutuamente en todo momento cuando viajas en pareja; ... y el gran tesoro que es tener una pareja como la que yo tengo, con la que viajar por el mundo y por la vida es algo grande.

Pero no quiero que este sea un post triste y desengañado, igual que no quiero que los cuatro meses y medio que me quedan aquí sean un mero cierre, un mero consumir lo que queda y punto, sino que me comprometo a intentar hacer de ellos algo especial con las últimas ganas que me quedan. No quiero olvidar aquella frase que tantas veces me ha cargado las pilas desde hace tiempo: "Lo que hagáis, hacedlo con todo el alma". Eso es :si haces algo, pon toda la carne en el asador, pon toda tu energía, todas tus ganas y todas tus fuerzas. Sin tibiezas. Con pasión.
No lo olvides.

No lo olvidéis.