sábado, 25 de junio de 2016

Como los ricos

Estoy en una plaza. Un pequeño castillo cubierto de enredadera, delante de mí. Estoy sentada en un banco de piedra que cierra la plaza justo por encima del mar. El rumor suave de las olas me hace de alguna manera sentir como si me meciera en un pequeño barco, en una especie de mecedora acuática virtual. El viento, que se va haciendo más frío según desciende el sol en este horizonte europeo, me acaricia con delicadeza. Todo esto, unido a esa sensación de bienestar que sólo conocen los que saben lo que es una buena ducha después de una mañana y parte de la tarde caminando (que no le envidia nada a la de sacar los pies de las botas y ponerse unas sandalias) hacen de este momento uno de esos que mi querida Maruxa denominaría "como los ricos"; que, lejos de significar un derroche monetario, simboliza ni más ni menos que esos placeres sencillos que te hacen sentir que en este momento no necesitas nada más, un momento de conciencia plena, un momento de estar en un aquí y ahora en "bastantidad". Añado que un campanario no muy lejano acaba de dar bucólicamente las 7, y un pajarillo se ha empeñado en mejorar cantando el panorama sonoro. Lo dicho, "como los ricos" (ya quisieran muchos ricos...).

Estoy en la plaza del castillo de Vilanova de Milfontes. Llevo ya dos días caminando por la costa alentejana. Caminando sola. Bueno, conmigo misma, que no es poco. Hacía tiempo que no pasaba tanto tiempo en silencio... y no viene nada mal. Me doy cuenta de que viajar sola es de alguna forma darte cuenta de los muchos recuerdos que llevas en la mochila y de las muchas personas que llevas en el corazón, que sin orden ni concierto van apareciendo en el escenario de la mente, haciéndote sonreír, emocionarte o asombrarte al desempolvar algún recuerdo que estaba en lo más escondido de la trastienda. Ya lo decía Benedetti: "Tengo una soledad tan concurrida..."

He cambiado mi plan de viaje: me quedaré un día más en la costa alentejana. Desde que di la vuelta en una curva y descubrí el primer acantilado tuve claro que intentaría cambiar el último día de viaje, reservado para visitar alguna otra ciudad, por un día más sumergida en todos estos kilómetros y kilómetros de mar hasta donde abarca tu vista. El plan era haber hecho hoy dos etapas en un día, pero las he fragmentado: no hay necesidad de correr. Se trata de saborear estas raciones de lo que se me antoja el mejor caviar del mundo.




                                 


Me gusta viajar caminando. Me gusta caminar el paisaje. Es como si lo hiciera más mío, como si lo conociera mejor. "Esto lo he caminado yo", me suena más intenso que "esto lo he visto yo". De alguna forma es fundirse con lo que ves, hacerte parte de ello; un pequeño ejercicio de comunión con la Naturaleza. Y a mí se me expande el alma, como si se hinchara con tanta belleza. Creo que también me atrae esa metáfora de la vida que son las travesías, como la continua búsqueda de un destino. Con sus tramos difíciles, con la esperanza de llegar, con los momentos de duda, perder con angustia el camino por un rato para llegar de nuevo con alivio al mismo camino, la emoción de lo que está por llegar, la experiencia acumulada que ayuda en el camino, el cansancio, los días de sentirse poderoso y capaz de todo, los momentos en los que comer algo nutritivo te hace como revivir. Me gusta también la sensación de llevar conmigo todo lo que necesito para sobrevivir: aun con mi pesada carga a cuestas me hace sentirme libre... qué mejor deseo para la vida...

Ésta es, sin duda, una de las travesías más bonitas que he hecho nunca.

"¿Le pongo algo más?" "No gracias, estoy servida".

viernes, 24 de junio de 2016

Monasterios, torres y casitas de playa

Estoy ya en Almograve, la primera parada de mi ruta por los acantilados. Llegué ayer desde Lisboa a Zambujeira do Mar. Ayer fue un día intenso.

La mañana en Lisboa dio para bastante: para localizar la estación de autobús de Sete Regos y comprar los billetes al Alentejo y para acercarme hasta el Mosteiro dos Jeronimos y la Torre de Belem. Turistas por todas partes, hasta el hastío. Ni el súper-moderno y espacioso tranvía número 15 da para tanto turista. Supongo que el lisboeta medio que tenga que coger ese tranvía a diario odiara con razón al turismo, por más que sea una de las principales fuentes de ingresos.Gracias, una vez más, a Lonely Planet encontré uno de esos tesoros que el turista medio pasa por alto: el Jardín Tropical. El jardín y los pasteles de la pastelería más antigua de Belém (1837) fueron lo mejor de la mañana, la verdad sea dicha.

















Y por la tarde... comenzó la aventura alentejana. La impersonalidad de la gran ciudad se queda con ella, y nada más montar en el autobús la señora que llevo al lado se decide a contarme que estuvo en Madrid y le gustó mucho. Me lo cuenta en portugués cerrado, y me entero a medias. Desafío a la empatía superado con éxito. En una nueva pirueta empática acierto a entender que va a Zambujeira a la casa de sus padres (ya fallecidos, tiene 68 años), que se turna con otras dos hermanas. La están arreglando. Me dice que Zambujeira no aparecía en el mapa hasta el 25 de abril. En el momento no lo entiendo muy bien, pero más tarde caigo: la revolución de los claveles. Me cuadra también que lo explicaba diciendo que era "una especie de frente". No sé si tendrá que ver con eso, pero desde que salimos de Lisboa en esta dirección, en cada pueblo se ven carteles del partido comunista y contra el euro. No sé si es una postura mayoritaria o simplemente un colectivo muy activo en la pegada de carteles... Al llegar a a Zambujeira acompaño a esta señora (llamémosle María) hasta su casa, porque no puede con sus maletas. Ella, a cambio, se empeña en ayudarme a buscar mi albergue. Pero antes, insite en enseñarmesu casa, orgullosa. Es una casa de playa antigua, humilde y destartalada, con una letrina que en algún momento se convirtió en wc, aunque sin separar de la habitación, para lo cual hacen las veces unas mantas. "Estos muebles son buenos", me dice en tono de confidencia mientras señala una mesa con cajones en el comedor. "Son de un palacio. Cuando yo nací ya estaban aquí, y aún duran, porque la madera es buena. Los compró mi padre, que era ingeniero naval". Llego por fin al albergue, después de que María me guíe lo mejor que sabe por las calles del pueblo que vio su infancia. "Cuando yo era pequeña no había luz en las calles.Íbamos con velas".
El albergue es chulísimo. Me recibe Joao, un chaval de unos 25 años que me explica con cuidado (y con la ilusión del que lo ha pensado todo) cómo funciona todo en la casa. Me presenta a mi compañera de habitación, una chica suiza algo mayor que yo, con una voz muy dulce y ojos tranquilos con la que me lanzo a hablar en inglés dejando complejos a un lado. Mañana os cuento la historia de Valería. ¿La tortuga? No, no... la suiza, que también se llama Valeria.

miércoles, 22 de junio de 2016

Fado... y unas cuantas notas más

Fin del primer día de mi aventura portuguesa. Si os digo la verdad estoy rendida... Nota mental: en los trenes, por muy tumbada que una vaya, no se duerme como en
casa.
Llego a las 8,30 h de mi reloj a la estación de Santa Apolonia, despotricando interiormente sobre la impuntualidad ferroviaria,  hasta que soy consciente de que aquí es una hora menos; lo cual explica por qué la ciudad parece aún tan soñolienta. Intento caminar rumbo al centro por el margen de la calle que da al Tajo, pero está en obras. Más adelante me daré cuenta de que aquí todo está en obras, hasta el punto de que el run-run de las herramientas es como el hilo musical de la ciudad.


En mi caminata de primera hora reflexiono sobre el hecho de que Berlín (que se supone que es igual de Europa que esto,o, mejor dicho que esto es igual de Europa que Berlín), donde estuve hace menos de un mes, no se parece en nada a esto. Desde que pones un pie en la calle resulta todo de alguna forma más caótico, más destartalado, incluso más sucio. "Y España", me pregunto, "¿se parece más a esto o a aquello?"

Esto no tiene ninguna pinta de centro turístico, por más que plano se empeña en decir que sí lo es. Por fin, al volver una esquina, se abre ante mí una gran plaza, gigante, imponente, con la inmensidad del Tajo al fondo. Por fin hemos encontrado un lugar para desayunar:



Del desayuno al albergue (estupendo, por cierto. Gracias, Lonely Planet), donde me deshago del macuto y me voy a pasear por Baixa y Rossio,con la meta en mente de llegar al Castillo de San Jorge. Del castillo os dejo un par de curiosidades. Pero vamos, que la entrada es como el Fairy, que cunde más de lo que cuesta, y por 8,50 te ponen hasta guía en tu idioma. El de la taquilla, por cierto, flipa cuando una tía con acento de Pacífico le saca la tarjeta de Caixa Geral. Eso es mimetizar con el medio y lo demás son tonterías.







A las faldas del castillo está la Alfama, el barrio más pintoresco de Lisboa. Es el antiguo barrio musulmán. La verdad es que, pese a la horda de turistas, tiene un toque auténtico.






Y en él, la Sé (la catedral):


A Valería y a mí nos ha parecido un buen lugar para nuestro "hoy meditamos en..." ... pues en la Sé de Lisboa.


Por la tarde, un paseo en el tranvía 28, que te lleva de arriba la abajo en este sin dios de colinas que forman la ciudad a través de los lugares más turísticos.







Y por la noche, a la Alfama de nuevo, a la caza del fado. Explicaba la prima de la cantante ( que era la camarera) que el fado es un sentimiento. La caza fue fructífera: aportaré documentos sonoros  que lo demuestren.

Y por hoy ya está bien. Mañana más... Sé que no es un post brillante, pero es que hoy no doy para más. Mañana será otro día.

Boas noites.

lunes, 6 de junio de 2016

Menos tornos y más parques

Nada más poner el pie en Berlín uno tiene cierta sensación paradójica: estás en una gran ciudad, y sin embargo no sientes esa presión hecha de prisa, aglomeración y estímulos intensos que te invade en cualquier ciudad. Pese a estar en una ciudad se respira algo amable. Durante varias horas te preguntas por qué, hasta que por inundación visual llegas a la conclusión: lo que diluye el contenido de toda esa olla exprés urbanita es un paisaje hecho de parques, agua, grandes calles y superlativas avenidas; es una calle con pocos coches y muchas bicicletas, lo cual mantiene mucho más a raya los decibelios; es una amplitud que permite ver el cielo  en todo momento, y proporciona un horizonte lo bastante descomprimido como para que el alma pueda expandirse lo justo para tomar buenas bocanadas de aire.

Podría vivir en Berlín. Es cierto que lo he visto en junio y con días de un sol tan espectacular que llevaba a los berlineses a salpicar los parques de carne blanca enfundada en biquinis, que les empujaba a unas sandalias y tirantes más que prematuros ( y suponemos que proporcionalmente anhelados durante el largo y frío invierno). Sí, creo que podría corretear a gusto por esas calles incrustadas en el gran bosque que debió de ser antaño y que hoy pugna por salir a cada esquina, junto a esas flores silvestres que crecen con la naturalidad de la mala hierba. Podría adaptarme fácilmente a ese mundo en el que el metro no tiene tornos de entrada porque se presupone (sin ingenuidad) que lo improbable es que alguien se cuele. Podría fusionarme yo también en esa amalgama de culturas que pueblan cada vagón de metro, en esa curiosa mezcolanza que te permite ver a una mujer musulmana con pañuelo en la cabeza, camiseta palabra de honor con lentejuelas y tacones de veinte centímetros junto a la alemana que se arregla poco, el oficinista al uso y el turista. Podría pasear a gusto por esas calles pensadas para el peatón y para la bicicleta, en las que las proporciones de carriles dedicados a carretera y a acera/carril-bici se invierten respecto a España (dos a cuatro en Berlín). Podría desenvolverme bien en una ciudad en la que sus habitantes hacen por entenderte y ayudarte. Creo que encajaría bien en una forma de entender la vida que se refleja, por ejemplo, en el hecho de haber mantenido los vagones de metro de los años noventa con su tapicería pop y su aspecto ligeramente trasnochado simplemente porque funciona bien (quizás ese ahorro contribuye a hacer posible que la frecuencia de paso sea inferior a los cinco minutos). Podría unirme a esa horda de gente que a las tres de la tarde de un viernes conquista los parques porque ha salido de trabajar a su hora, ni un minuto más ni un minuto menos.

Son interesantes de Berlín sus monumentos, sus calles, su apasionante historia con contrastes y paradojas que plantean interrogantes de los que hacen explotar la cabeza. Sin embargo, creo que lo que que queda grabado en mi memoria emocional es una sensación de amplitud, de desahogo, de calma, de expansión a la que seguro contribuye esa naturaleza que se rebosa en pleno asfalto.

Sí, Berlín, te quedas en mi lista de ciudades favoritas. Y me haces reflexionar sobre el hecho de que formas de gestionar y entender que en España parecen de locos progresistas no son más que lo que se presupone en cualquier sociedad medianamente madura que tiene más o menos claro de qué está hecha la verdadera calidad de vida.