Me bajo del taxi, y allí me espera Ann, sonriente como siempre, delante de la valla metálica. Nos saludamos y me acompaña hasta la caseta. Carteles en inglés salpican las paredes de aquella pequeña oficina donde una educada señorita me solicita mi documento y me pide el nombre de la entidad en la que trabajo. Me inscriben como visitante y me dan una tarjeta (imantada o algo así). Ya estoy lista para cruzar la valla. La valla se cruza pasando la tarjetita (sigo suponiendo que imantada o algo así) por un lector. Ann tiene la suya y pasa sin problemas. A mí, que soy torpe en estas lides, me cuesta un poco más, pero finalmente el torno de metal gira y cruzo al otro lado. Lo que se veía desde la entrada, interrumpido en el campo de visión por el metal intermitente de la valla, se abre ahora delante de mí, inmenso, vasto y sin nada que nos separe.
Se trata de una gran extensión de hierba recién cortada, jaspeada por trozos boscosos-selváticos, de forma que la naturaleza parece controlada, pero no ausente. Una carretera no demasiado ancha cruza la gran extensión de terreno, sube por encima de una colina y se pierde en la distancia. A unos
Aunque lo parezca, no estamos en un resort turístico. Aunque lo parezca, no estamos en EEUU ni en Europa. Estamos a tan sólo
Ann trabaja en la fundación de la Universidad John Hopkins de Baltimore. Trabaja en un proyecto de Salud Reproductiva financiado por una empresa de gas norteamericana. Por eso le dan derecho a alojarse aquí mientras está en Malabo trabajando con el Ministerio en la actualización de los protocolos de salud reproductiva. Me comenta que ella no está alojada en los chalecitos adosados, sino en unas casas prefabricadas, donde duermen los obreros, las cuales tampoco están nada mal: tienen su agua, su luz, su Internet etc… Qué no tendrán las de los técnicos o los directivos…
Según me cuenta Ann, esto es realmente para los trabajadores como esos paquetes turísticos “all included”. Hasta la comida la traen semanalmente en contenedores desde EEUU, y está incluida en el sueldo. Parece que han decido que a esta gente le parezca que no ha salido de su patria. Tienen el restaurante a su disposición para hacer tres o cuatro abundantes comidas cada día. Los jueves hay fiesta, promovida por los venezolanos (que también los hay).
A nuestra izquierda, bien valladas, se ven lo que parecen las instalaciones de la plataforma petrolífera propiamente dicha.
“Esta es sólo una de los cientos de plataformas petrolíferas que hay en el mundo”, me dice Ann. “Si todas proporcionan este nivel de vida a sus trabajadores, ahora entiendo por qué es tan alto el precio del petróleo”.
Tras coronar la colina, nos cruzamos con una chica rubia que sube la cuesta del otro lado de la colina en bicicleta. Suda la gota gorda. Ann la anima con un gesto simpático. Sonríe mientras respira de forma entrecortada por el esfuerzo.
“Esto en como una ciudad”, le digo a Ann. “Sí, solo que a mí se me hace rara una cosa: no hay niños. Es artificial”.
No se permite traer niños. Al parecer, por el riesgo de paludismo. Sólo hay niños por tiempos cortos, para visitar a sus abuelos, por ejemplo.
Llegamos al “Club House”, el bar-restaurante amueblado con gusto exquisito donde al parecer la gente se reúne para charlar, ver cine… El restaurante queda contiguo. Su hamburguesa es famosa… Desde los amplios ventanales del bar se ve la bahía: preciosa.
Pedimos dos zumos de arándano y comenzamos nuestra sesión de trabajo. Hablamos de los protocolos de atención prenatal que Ann lleva varias semanas revisando y de los cuales hemos intercambiado impresiones por e-mail. Después de un par de horas de trabajo, charlamos de otras cosas: de mi experiencia en Guinea, de la experiencia de Ann en un montón de países de Latinoamérica. De su implicación en grupos de trabajo de Salud Pública de alto nivel, de sus colaboraciones para la OMS o la Cochrane. Me habla de que en los años ochenta decidió irse de EEUU, caundo en la época de Reagan comenzó el consumismo desatado, las invasiones de países latinoamericanos... Se fue y no ha vuelto, salvo de vacaciones para visitar a su familia. Me pregunta por lo que voy a hacer cuando vuelva a España, me pregunta si pienso seguir estudiando. Me dice que después de una expereincia como esta para un sanitario ya no es lo mismo, y que lo normal es enfocarse hacia la Salud Pública. Le digo que no lo sé, que está por ver. Que de momento todo lo que quiero son unas vacaciones y un poco de intimidad.
Anochece y se hace la hora de irme. Con una simple llamada telefónica un autobús del recinto me recoge y me pregunta dónde quiero que me lleve. Le indico la dirección de casa, un poco retirada del centro de la ciudad, con miedo a que me diga que hasta ahí no me puede llevar. No dice nada. Todo está incluido.
Al acercarnos a la salida, bajo del autobús, dejo la tarjeta, y un guarda me abre la valla para pasar al otro lado. Me monto de nuevo en el autobús. Por la autopista voy pensando en lo que he visto esta tarde, en que hay un trozo de una lujosa EEUU en medio de un país que a duras penas comienza a despegar.
Me deja el autobús. Camino un poco y llego casa. No hay luz, y no se sabe cuándo volverá.
En Punta Europa, seguramente, hay sesión de cine en la sala del Club House.