Son las ocho y veinticinco de la tarde y en el patio de manzana de casa terminan de sonar los últimos aplausos. Desde que empezó el estado de alarma el 14 de marzo de 2020, cada tarde a las ocho los vecinos salimos y aplaudimos. Al inicio fue un aplauso para los sanitarios, un homenaje para los que estaban en primera línea de batalla combatiendo a este virus sibilino que tantas vidas y tantos sueños se ha llevado por delante y que parece que ha venido para cambiarlo todo. El aplauso de las ocho, con el tiempo, ha ido recogiendo otras vivencias y otras emociones.
Todos hemos perdido algo: algunos, la vida; otros, el trabajo; otros, el norte.
Miguel y yo fuimos de los primeros en probar de qué iba este virus. Él el mismo 15 de marzo y yo el 17 empezábamos nuestro confinamiento dentro del confinamiento, cada uno en su habitación comiendo por Skype para no extender por la casa ese algo que se hizo relevante en pocos días para todos los habitantes del mundo: la carga viral. Todo el mundo ha aprendido algo de virología y de inmnulogía, casi todo el mundo sabe hoy en qué se diferencian una mascarilla quirúrgica y una FPP2, todos hemos tenido que aprender a marchas forzadas a qué se refieren los preventivistas cuando hablan de distanciamiento social.
Los que hemos seguido teniendo que ir a trabajar en todas las fases del confinamiento hemos visto pasar la ciudad por distintas fases: terrazas plagadas de universitarios tras decretarse el fin de las clases, contemplando con impotencia el no entender nada de la población general; calles desiertas desde el inicio del estado de alarma; calles y vagones de tren aún más desiertos cuando se prohibió la actividad económica no esencial. Bocas que se van llenando de mascarillas según avanzan el confinamiento y la pandemia; éxodos de personas mayores enfundadas en guantes que avanzan en multitud reglamentariamente separados dos metros unos de otros, a horas reglamentariamente establecidas, por grandes avenidas cortadas al tráfico.
Tormenta política a expensas de los enfermos, de los muertos y de los sanitarios a los que se aplaude hoy y se les niegan la protección, el descanso, la estabilidad, los medios humanos y técnicos y el justo pago de su trabajo mañana. Cacerolas y banderas de protesta, cuando lo que debería primar en realidad es dar de comer a los que, sin llegar a morir por él, serán más golpeados por este virus y la responsabilidad individual que nace del sentido de lo colectivo. Manifestaciones totalmente inoportunas desde el 8 de marzo de color violeta al mismísimo día de hoy teñidas de rojigualdo (la primera, cuando aún apenas se sabía nada; las segundas, cuando se sabe ya todo). Ignorancia y psicopatía respectivamente que redundan en victoria del virus (el verdadero enemigo común) en ambos casos. Fases 0,5 y poder pasear por el monte en fase 1 sólo si te lleva una empresa de tiempo libre porque "es el mercado, amigo". Casos ingeniosamente ocultados y mascarillas falsas distribuidas de forma masiva a la población. Disfruten lo votado, porque han votado al mercado, amigos.
Hospitales colapsados. Lo mejor y lo peor de cada persona, de cada servicio hospitalario y de la sociedad saliendo en escopetazo, como los vómitos en la meningitis. Todo el sistema convulsionando. Profesionales sanitarios exprimiendo hasta el último ápice de su energía, en turnos eternos, sin librar guardias, sin equipos de protección, sin fines de semana, dejando sus hogares durante semanas para no contagiar a sus seres queridos, haciendo de tripas corazón cada día para enfrentarse a un enemigo que sabíamos más fuerte que nosotros. Servicios de Salud Laboral que cuando se paren a pensar lo que han hecho (mandando a sanitarios a trabajar teniendo contactos en casa, o sin siquiera haberles auscultado y hecho una radiografía, o aún sintomáticos, o tramitando bajas como "enfermedad común" en lugar de como "enfermedad laboral" por una enfermedad que estamos empezando a ver que puede dejar secuelas) quizás les cueste volver a conciliar el sueño.
El estigma de la enfermedad mental campando a sus anchas, con servicios de Psiquiatría desmantelados, hospitales que deciden obviar por un tiempo que estos enfermos siguen existiendo, atendiendo en condiciones deplorables a los pocos (demasiado pocos para su vulnerabilidad) que no pudieron aguantar su locura en casa, semanas y semanas confinados, y necesitaron venir a urgencias, encontrándose que no había espacios ni limpios ni sucios para ellos, ni personal de enfermería disponible para administrarles una medicación, cambiarles el pañal o darles cualquier otro cuidado básico que precisaran en su estado de confusión, agitación o delirio.
En casa, se pone la lavadora a diario y a sesenta grados, mochila incluida; hay una caja en la puerta donde deposito cuidadosamente cada día todo lo que viene del hospital o el ambulatorio. Me descalzo en la puerta y me froto los pies con alcohol-gel (que aprendí a fabricar en los días de casi imposibilidad de encontrar desinfectantes en las farmacias) antes de pisar la casa. Me desnudo en el pasillo, meto la ropa en la lavadora. Sin tocar nada me meto en la ducha, me lavo el pelo, me lo seco, me lo recojo. Así a diario. Una sola combinación de ropa para ir a trabajar, que lavo cada día, para no estropear todo mi armario. Pijama siempre en el hospital. Pijama siempre en casa. Sin pendientes. Sin lentillas. Pelo recogido. El glamour, la coquetería y el estilo quedaron guardados en un cajón hasta nuevo aviso. No sentarse en el transporte público. Lavar uno a uno todos los productos de la compra. Agotador. Vivir en una cirugía. Todo para sentir que en el mundo aún queda un lugar (mi casa) libre del horror y el riesgo, un lugar seguro, un lugar donde relajarse no es pecado ni imprudencia.
Y junto al horror, florece la belleza. Narradores orales que regalan cuentos por teléfono los jueves de cuarentena; notas en el ascensor de vecinos jóvenes que se ofrecen a hacer la compra a los mayores del edificio; taxistas que deciden llevar gratis a los enfermos al hospital porque el sistema de ambulancias colapsa; la tecnología que, por una vez, en lugar de aislarnos más se pone al servicio de conectarnos; los abrazos que se guardan y se echan de menos; las prioridades que se reordenan; la naturaleza que respira ante la ausencia de la verdadera pandemia (los humanos); mucha gente respetando normas y apelando al tan ausente sentido común; vecinos hasta ahora desconocidos que se saludan cada tarde de ventana en ventana y bailan juntos "Resistiré" y unas cuantas más durante casi media hora. Conciertos gratis. Psicoterapia gratis. Stay Homas haciéndonos bailar la cuarentena con sus confination songs. Creatividad para cuidarnos unos a otros en forma de redes vecinales, ONGs que subvencionan ADSL como necesidad básica, profesores que se las ingenian para seguir enseñando a sus alumnos en un sistema ya precario en condiciones normales y aún más cuando se hace dependiente de los medios tecnológicos. Miguel entreteniendo por internet con cuentos y juegos a los hijos de los agotados padres y madres que son estos días nuestros amigos.
Miguel y yo pasamos un cuadro leve. Otros no han tenido tanta suerte. Los que quedamos por aquí ojalá sepamos ver la oportunidad que supone cada crisis. Esto aún no ha terminado. Sólo empieza la fase 1, y aún no sabemos cuántas pantallas tiene este videojuego.
Las cacerolas de los vecinos de derechas (que a su avanzada edad parecen haber descubierto con frenesí la protesta social) me recuerdan que son las nueve. He quedado con Miguel para una cena especial por el día de mi santo. Hemos decidido quitarnos el pijama y vestirnos de gala. Me recoge en la puerta del dormitorio a las diez menos cuarto. Reinventarse o sólo sobrevivir.