Un mar inmenso y fiero se extiende delante de mí, lamiendo las rocas como si rugiera y acariciando a la vez esos acantilados coronados de un verde tan intenso que no cabe que pueda ser otra cosa que un destilado puro de la la esencia de la Naturaleza. Asomada a la barandilla de ese balcón sobre el Cantábrico que es la parte trasera de la ermita de Zumaia el viento me curte la cara y me revuelve el pelo. Atardece en una de las infinitas potenciales postales de Euskadi y atardece también mi paso por esta tierra de mar y colinas, de acantilado y playas, de montaña y pastos, de lluvia y viento, de mínimo rayo de sol que ineludiblemente invita a salir a la calle.
Mi destino era Londres... eso creía yo. "Todo es siempre lo mejor que puede pasar". Una vez más la frase se hace realidad delante de mis ojos convirtiendo las aguas de la vida en vinos, vinos que emborrachan a la vida de Vida y le recuerdan su sentido. Vine aquí en un exilio de lo de fuera y de lo que lo de fuera estaba provocando por dentro. Vine porque se me obligaba a huir de lo que más quiero para dejar atrás (al menos por un rato) lo que no soporto. Vine a coger un poco de aire y resultó que aquí el viento sopla a veces con tal fuerza que sientes que si te dejaras ir podrías volar.
Es posible que mi mirada sea la del recién llegado que idealiza lo que tiene delante, pero hay algo de autenticidad en esta tierra y en esta gente que me invita a escuchar, como si aquí ciertos secretos fueran secretos a voces, que todo el mundo tiene en mente: cuidar lo de todos, amar lo propio (lo de aquí) y trabajar para que siga siendo digno de amor y orgullo. Defender a capa y espada los pequeños placeres de la vida, la brizna de hierba, la montaña, el sabor del pan y de todo lo bueno que nos regala la tierra. Cierta sabiduría para progresar sin renunciar al propio origen. Y acoger al de fuera, y transmitirle de algún modo ese amor y ese respeto por lo propio que el de fuera no puede sino terminar también amando y respetando.