domingo, 21 de febrero de 2010

RPH

Está lloviendo, pero lloviendo de lo lindo desde hace unos diez minutos. Debe de haber caído en este rato toda la lluvia que cae en Murcia en dos años.
Hace un par de semanas una tormenta como ésta, de ésas que la época de lluvias está mandando como primeros avisos (una especie de "ahí vooooooy") de su retorno, nos hizo levantarnos a las cuatro y media de la mañana para recoger toda el agua que caía del tejado en forma de goteras. Bueno, o mejor dicho del no-tejado, porque lo que pasaba era que nos lo estaban arreglando, poniendo tela asfáltica y todas esas cosas para erradicar por fin las goteras, y para eso se quita el tejado antiguo. Pero todo el mundo sabe que para hacerte mechas tienes que pasar por ese momento horrible en el que te llenan el pelo de mejunges y papeles albal antes de quedar convertida en algo medianamente parecido a Leticia Ortiz; y eso le pasó a nuestro tejado.
Gracias a Dios, a nuestro tejado ya le han quitado los papeles de plata y le han dejado un pelo sedoso, gracias a lo cual puedo estar escribiendo mientras escucho cómo el agua golpea el tejado en lugar de achicar agua como la otra noche.

Y me viene esto a la cabeza, porque ayer tuve una sensación semejante en Angokong: después de recorrerme todo el país en coche en viaje de trabajo, con muchos kilómetros a la espalda, varios pequeños escándalos en el corazón, mucha vida social de esa fabricada en un instante, mucho sudar, mucho que coordinar y un poco que negociar, llegar a Angokong fue como de pronto entrar bajo ese techo recién reparado que ya no tiene goteras, y bajo el cual oyes con gusto la lluvia mientras estás seco y calentito. ¿Que qué hay en Angokong?: Las Hermanas Hospitalarias. Y son hospitalarias porque trabajan en los hospitales, supongo; pero para mí ayer el apellido les venía de la hospitalidad; porque nada más pisar su casa, te sientes como en tu propia casa. Te cuidan, te acogen, te integran en su día a día, se ocupan de que todo esté como tiene que estar, con sencillez pero con una sensibilidad perfecta para averiguar lo que uno necesita. "Estarás seca, ¿quieres más agua?", "Prueba estas bananas, que son de nuestro patio, están buenísimas", "Pero, ¿tan poco vas a comer?", "¿Qué tal os fue en los hospitales?".
Ayer fueron las Hospitalarias, pero podrían haber sido las Operarias Parroquiales en Niefang, las Hermanas de la Caridad en Micomeseng o en Mokom, las hermanas de Jesús-María en Luba... como ya ha sido muchas otras veces. Hace dos días, también durante la gira, con las hermanas franciscanas de Akonibe, aunque ni siquiera nos habíamos visto nunca, pasó en un momento algo parecido: nada más entrar allí, me sentí en casa, como si fuese una pequeña "sucursal" del sentirse querido y recibido sin esperar nada a cambio. Fueron apenas quince minutos lo que pasé con las hermanas, pero en ese pequeño rato ya me hicieron sentir acogida, cuidada, y sin darse cuenta me regalaron una buena dosis de la paz que respiran ahí dentro (es un convento de clausura). No faltaron los dulces para el camino, hechos por ellas mismas. ¿Se fabrica el cariño en diez minutos?

Pues esto, que no sólo cuento yo, sino cualquiera que pasa por sus casas, constituye lo que Miguel y yo hemos dado en llamar la “Red de Protección de Hermanas” (RPH), y que consiste en que todo el país está salpicado de personas, las hermanas (trabajen o no con FRS), dispuestas a acogerte y cuidarte, a echarte una mano en el apuro que tengas, a recibirte aunque llegues en momento inoportuno, a ofrecerte lo mejor de sí mismas.

Con razón hace tiempo se les llamaba “madres”.

(Nota: la tormenta ha sido tan fuerte que el techo nuevo no ha resistido: goteras de nuevo. Pero siga valiendo el símil).

sábado, 6 de febrero de 2010

En todoterreno por África

Es sábado. Son las 9:00h. La luz entra por entre las cortinas de la habitación. Me despierto al lado de Miguel. Tras unos mimos de buenos días, bajamos a desayunar a la cocina. Como es sábado, se desayuna con tiempo y a lo grande, con cereales, galletas, magdalenas y hasta queso manchego (mi tesoro).
A medio desayuno baja Jesús, un consultor que ha venido a trabajar sobre el Sistema de Información Sanitaria, pero que a los diez minutos de conocerle ya te das cuenta de que podría hacer cientos de consultorías, porque ha aprovechado bien los años y sabe casi de todo, desde lo secretos del buceo hasta los últimos detalles del tratamiento de las aguas, pasando por arregalar coches, destiladoras o hacer protocolos de urgencias u organizarte en un pis-pas un campo de refugiados. Me hace darme cuenta de cuánto me queda por aprender, y me encanta escucharle.
Y es que de pronto la sede está a pleno rendimiento como casa. También ha llegado Paloma, que irá a coordinar el área de Ebinayong.
Después de desayunar, una duchita y a trabajar un rato, porque, entre otras mil cosas, hay que preparar una sesión para empezar a trabajar sobre la calidad asistencial de nuestros profesionales sanitarios con las hermanas, en la reunión de coordinación de la próxima semana. Me toca documentarme, ordenar algunas ideas trabajadas con Dani. Al final de la mañana ya tengo un guión de la sesión, que además será mi "puesta de largo" como sanitaria de sede.
A las 13:30 h ya nos vamos para la playa. Este finde conduzco yo, porque por fin tengo carnet de conducir guineano.
Dentro del coche Jesús está al loro todo el rato para echarme una mano en mis primeros momentos conduciendo este mastodonte que no se cala ni aunque lo intentes a posta y con toda tu alma, e intento hacerme a la idea de mis nuevas dimensiones. Le voy cogiendo el tranquillo poco a poco, entre acelerones y cambios de marcha.
Guille, de copiloto, me guía para llegar hasta la playa de Bome. Allí comemos de lo lindo mientras nos contamos las vidas, nos conocemos algo mejor y arreglamos un poco el mundo.
Después de comer, partida de palas. Hemos batido el récord: 195 palazos. Y hemos empezado con el juego a distancia, que promete ser muy, pero que muy divertido. En ese aún no hemos batido ningún récord...
Quince minutitos corriendo por la playa, un remojón, y otra vez de vuelta a casa, de nuevo en el mastodonte todoterreno. Me veo alta y siento que gano en independencia al ser capaz por fin de conducir por estas carreteras de tierra roja, o de suelo de grava, o de asfalto recién estrenado.
Llegamos a casa, y el iPod de Miguel y sus pequeños altavoces de viaje nos ponen banda sonora, y nos arrancamos a bailar en el macro-hueco que ha dejado la cama que se han llevado de nuestra habitación (para amueblar la nueva casa en la que se quedarán los chopocientos consultores que van a ir llegando a lo largo del año), y que la ha convertido en una magnífica sala de baile. Bailamos contentos con el bañador mojado; por un momento todo es perfecto.
Estamos bien. Estamos felices. Vamos en todoterreno con la brisa pegándonos en la cara por este país de África, tan complicado para trabajar, pero tan sencillo para vivir.