Está lloviendo, pero lloviendo de lo lindo desde hace unos diez minutos. Debe de haber caído en este rato toda la lluvia que cae en Murcia en dos años.
Hace un par de semanas una tormenta como ésta, de ésas que la época de lluvias está mandando como primeros avisos (una especie de "ahí vooooooy") de su retorno, nos hizo levantarnos a las cuatro y media de la mañana para recoger toda el agua que caía del tejado en forma de goteras. Bueno, o mejor dicho del no-tejado, porque lo que pasaba era que nos lo estaban arreglando, poniendo tela asfáltica y todas esas cosas para erradicar por fin las goteras, y para eso se quita el tejado antiguo. Pero todo el mundo sabe que para hacerte mechas tienes que pasar por ese momento horrible en el que te llenan el pelo de mejunges y papeles albal antes de quedar convertida en algo medianamente parecido a Leticia Ortiz; y eso le pasó a nuestro tejado.
Gracias a Dios, a nuestro tejado ya le han quitado los papeles de plata y le han dejado un pelo sedoso, gracias a lo cual puedo estar escribiendo mientras escucho cómo el agua golpea el tejado en lugar de achicar agua como la otra noche.
Y me viene esto a la cabeza, porque ayer tuve una sensación semejante en Angokong: después de recorrerme todo el país en coche en viaje de trabajo, con muchos kilómetros a la espalda, varios pequeños escándalos en el corazón, mucha vida social de esa fabricada en un instante, mucho sudar, mucho que coordinar y un poco que negociar, llegar a Angokong fue como de pronto entrar bajo ese techo recién reparado que ya no tiene goteras, y bajo el cual oyes con gusto la lluvia mientras estás seco y calentito. ¿Que qué hay en Angokong?: Las Hermanas Hospitalarias. Y son hospitalarias porque trabajan en los hospitales, supongo; pero para mí ayer el apellido les venía de la hospitalidad; porque nada más pisar su casa, te sientes como en tu propia casa. Te cuidan, te acogen, te integran en su día a día, se ocupan de que todo esté como tiene que estar, con sencillez pero con una sensibilidad perfecta para averiguar lo que uno necesita. "Estarás seca, ¿quieres más agua?", "Prueba estas bananas, que son de nuestro patio, están buenísimas", "Pero, ¿tan poco vas a comer?", "¿Qué tal os fue en los hospitales?".
Ayer fueron las Hospitalarias, pero podrían haber sido las Operarias Parroquiales en Niefang, las Hermanas de la Caridad en Micomeseng o en Mokom, las hermanas de Jesús-María en Luba... como ya ha sido muchas otras veces. Hace dos días, también durante la gira, con las hermanas franciscanas de Akonibe, aunque ni siquiera nos habíamos visto nunca, pasó en un momento algo parecido: nada más entrar allí, me sentí en casa, como si fuese una pequeña "sucursal" del sentirse querido y recibido sin esperar nada a cambio. Fueron apenas quince minutos lo que pasé con las hermanas, pero en ese pequeño rato ya me hicieron sentir acogida, cuidada, y sin darse cuenta me regalaron una buena dosis de la paz que respiran ahí dentro (es un convento de clausura). No faltaron los dulces para el camino, hechos por ellas mismas. ¿Se fabrica el cariño en diez minutos?
Pues esto, que no sólo cuento yo, sino cualquiera que pasa por sus casas, constituye lo que Miguel y yo hemos dado en llamar la “Red de Protección de Hermanas” (RPH), y que consiste en que todo el país está salpicado de personas, las hermanas (trabajen o no con FRS), dispuestas a acogerte y cuidarte, a echarte una mano en el apuro que tengas, a recibirte aunque llegues en momento inoportuno, a ofrecerte lo mejor de sí mismas.
Con razón hace tiempo se les llamaba “madres”.
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