martes, 30 de agosto de 2011

Postal desde Cul Guatá

Escribo desde una estampa pintoresca, curiosa y representativa. Es sábado por la mañana, estoy en Malabo (la capital), que está situada en una isla. Nuestra casa (la de la fundación) está en el barrio de Elá Nguema, un barrio donde vive la gente, la población normal. Nuestra casa es bonita, y privilegiada para los estándares de aquí. Tiene agua (no corriente, pero sí un pozo con una bomba eléctrica que se enciende una vez al día para llenar los grandes cubos de agua que luego usamos “a cacitos”), tiene un generador para cuando se va la luz (que se va cada dos por tres). Nuestra “casa de paso” (por aquí pasa mucha gente que va y viene desde España o desde la sede de Bata, en el continente) está en el piso de arriba de esta casa rosa pastel. En el piso de abajo vive una familia. Son familiares de una de las monjas de nuestros centros de salud, y muy muy amables.

Tenemos una terracita. Desde ella se ven las calles de alrededor, con su trasiego de gente, con una constante procesión de niños que se acercan con sus cubos en la mano al surtidor de agua. Esta zona se llama “Cool Water”, por el surtidor de agua. Aquí se pronuncia “Cul-guatá”. Los mismos niños luego salen con sus cubos en la cabeza, en ese ejercicio de equilibrio que ellos hacen como si tal cosa, y que a los europeos indefectiblemente nos admira cuando lo contemplamos. Un poco más allá del surtidor se ve el mar, que se junta en el horizonte con las nubes. Aquí casi siempre está nublado. Y el día que no está nublado, el sol pega tan fuerte que el calor es insoportable. Huele a humedad, porque lleva dos noches lloviendo a cántaros, una lluvia que golpea el tejado de chapa con fuerza y te hace sentir entre atronado y a resguardo. A mí el mar en este país se me hace inalcanzable. Me da la sensación de que está vetado de algún modo (quizás por lo difícil que es entrar y salir de aquí). Se puede ver, pero es difícil de alcanzar. Suena la radio de algún vecino, con reguetón, con bachata , con Shakira, con Danza Kuduro (que también es la canción del verano aquí: maravillas de la globalización), con “Chiquitita” de Abba, con Pimpinela, con otros grandes éxitos de la España de antaño… Por la derecha se ve el bosque, verde oscuro, con montañas no demasiado altas, con una vegetación tupida, aunque no tanto como en el continente. Está ahí, a un paso.

Dos militares pasan por la calle. Llevan el fusil en la mano. Nunca me acostumbraré a eso… La gente sí está acostumbrada y ni se inmutan. Son un viandante más. Los taxis rojos y blancos pitan al pasar, buscando clientes. Pasan despacio, porque estas callejuelas del barrio están eternamente en obras y no quieren dejarse los bajos en un socabón.

Me gusta Malabo. Me da “buen rollo”. Me siento mucho más acogida. Ayer un taxista me dio un pañuelo de papel porque me manché con el barro al bajar del taxi.

Me gustan las calles del centro, con sus edificios coloniales. No me es difícil imaginar la ciudad hace cincuenta años, cuando esto era una provincia, como Cáceres o La Coruña. Y esa idea me sigue haciendo preguntarme lo que pensarán los más viejos del lugar, que han vivido tantos cambios en una sola vida.

Desde aquí, desde esta terraza de “nuestra” casa en la calle “Amanecer de África” de Elá Nguema paso los últimos días en esta isla antes de terminar esta aventura y regresar de nuevo al hogar, al verdadero hogar en Madrid, que nos espera.

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