Un mar inmenso y fiero se extiende delante de mí, lamiendo las rocas como si rugiera y acariciando a la vez esos acantilados coronados de un verde tan intenso que no cabe que pueda ser otra cosa que un destilado puro de la la esencia de la Naturaleza. Asomada a la barandilla de ese balcón sobre el Cantábrico que es la parte trasera de la ermita de Zumaia el viento me curte la cara y me revuelve el pelo. Atardece en una de las infinitas potenciales postales de Euskadi y atardece también mi paso por esta tierra de mar y colinas, de acantilado y playas, de montaña y pastos, de lluvia y viento, de mínimo rayo de sol que ineludiblemente invita a salir a la calle.
Mi destino era Londres... eso creía yo. "Todo es siempre lo mejor que puede pasar". Una vez más la frase se hace realidad delante de mis ojos convirtiendo las aguas de la vida en vinos, vinos que emborrachan a la vida de Vida y le recuerdan su sentido. Vine aquí en un exilio de lo de fuera y de lo que lo de fuera estaba provocando por dentro. Vine porque se me obligaba a huir de lo que más quiero para dejar atrás (al menos por un rato) lo que no soporto. Vine a coger un poco de aire y resultó que aquí el viento sopla a veces con tal fuerza que sientes que si te dejaras ir podrías volar.
Es posible que mi mirada sea la del recién llegado que idealiza lo que tiene delante, pero hay algo de autenticidad en esta tierra y en esta gente que me invita a escuchar, como si aquí ciertos secretos fueran secretos a voces, que todo el mundo tiene en mente: cuidar lo de todos, amar lo propio (lo de aquí) y trabajar para que siga siendo digno de amor y orgullo. Defender a capa y espada los pequeños placeres de la vida, la brizna de hierba, la montaña, el sabor del pan y de todo lo bueno que nos regala la tierra. Cierta sabiduría para progresar sin renunciar al propio origen. Y acoger al de fuera, y transmitirle de algún modo ese amor y ese respeto por lo propio que el de fuera no puede sino terminar también amando y respetando.
Mi casa en Bilbao es pequeña. Ha sido un pequeño refugio donde he podido re-ensanchar, sin embargo, algo de mi espacio interior. En esta recta final de una etapa vital dura esta ciudad del norte se convertiría en el escenario en el que recordar cómo es vestir el alma de colores, reír a carcajadas o sonreír desde el corazón al saber que acabas de encontrar a una amiga. La vida ha estado todo el tiempo ahí: sólo había que encontrar el tiempo y el espacio para poder mirarla y saborearla de nuevo. Ya lo sabía, pero se ha encarnado. En mi recuerdo éste será ya ese lugar propicio para reconectar con lo esencial, ese lugar en el que, pese al inmenso anhelo de lo importante que quedó en Madrid (mi lugar de pertenencia, y al que siempre amo poder volver), la alegría de las pequeñas cosas encontró en este momento doblemente difícil algo más de cancha; una tregua en el guión mientras cambiamos definitivamente de película. Un más que digno principio para ese tan ansiado "The end".
Son las ocho y veinticinco de la tarde y en el patio de manzana de casa terminan de sonar los últimos aplausos. Desde que empezó el estado de alarma el 14 de marzo de 2020, cada tarde a las ocho los vecinos salimos y aplaudimos. Al inicio fue un aplauso para los sanitarios, un homenaje para los que estaban en primera línea de batalla combatiendo a este virus sibilino que tantas vidas y tantos sueños se ha llevado por delante y que parece que ha venido para cambiarlo todo. El aplauso de las ocho, con el tiempo, ha ido recogiendo otras vivencias y otras emociones.
Todos hemos perdido algo: algunos, la vida; otros, el trabajo; otros, el norte.
Miguel y yo fuimos de los primeros en probar de qué iba este virus. Él el mismo 15 de marzo y yo el 17 empezábamos nuestro confinamiento dentro del confinamiento, cada uno en su habitación comiendo por Skype para no extender por la casa ese algo que se hizo relevante en pocos días para todos los habitantes del mundo: la carga viral. Todo el mundo ha aprendido algo de virología y de inmnulogía, casi todo el mundo sabe hoy en qué se diferencian una mascarilla quirúrgica y una FPP2, todos hemos tenido que aprender a marchas forzadas a qué se refieren los preventivistas cuando hablan de distanciamiento social.
Los que hemos seguido teniendo que ir a trabajar en todas las fases del confinamiento hemos visto pasar la ciudad por distintas fases: terrazas plagadas de universitarios tras decretarse el fin de las clases, contemplando con impotencia el no entender nada de la población general; calles desiertas desde el inicio del estado de alarma; calles y vagones de tren aún más desiertos cuando se prohibió la actividad económica no esencial. Bocas que se van llenando de mascarillas según avanzan el confinamiento y la pandemia; éxodos de personas mayores enfundadas en guantes que avanzan en multitud reglamentariamente separados dos metros unos de otros, a horas reglamentariamente establecidas, por grandes avenidas cortadas al tráfico.
Tormenta política a expensas de los enfermos, de los muertos y de los sanitarios a los que se aplaude hoy y se les niegan la protección, el descanso, la estabilidad, los medios humanos y técnicos y el justo pago de su trabajo mañana. Cacerolas y banderas de protesta, cuando lo que debería primar en realidad es dar de comer a los que, sin llegar a morir por él, serán más golpeados por este virus y la responsabilidad individual que nace del sentido de lo colectivo. Manifestaciones totalmente inoportunas desde el 8 de marzo de color violeta al mismísimo día de hoy teñidas de rojigualdo (la primera, cuando aún apenas se sabía nada; las segundas, cuando se sabe ya todo). Ignorancia y psicopatía respectivamente que redundan en victoria del virus (el verdadero enemigo común) en ambos casos. Fases 0,5 y poder pasear por el monte en fase 1 sólo si te lleva una empresa de tiempo libre porque "es el mercado, amigo". Casos ingeniosamente ocultados y mascarillas falsas distribuidas de forma masiva a la población. Disfruten lo votado, porque han votado al mercado, amigos.
Hospitales colapsados. Lo mejor y lo peor de cada persona, de cada servicio hospitalario y de la sociedad saliendo en escopetazo, como los vómitos en la meningitis. Todo el sistema convulsionando. Profesionales sanitarios exprimiendo hasta el último ápice de su energía, en turnos eternos, sin librar guardias, sin equipos de protección, sin fines de semana, dejando sus hogares durante semanas para no contagiar a sus seres queridos, haciendo de tripas corazón cada día para enfrentarse a un enemigo que sabíamos más fuerte que nosotros. Servicios de Salud Laboral que cuando se paren a pensar lo que han hecho (mandando a sanitarios a trabajar teniendo contactos en casa, o sin siquiera haberles auscultado y hecho una radiografía, o aún sintomáticos, o tramitando bajas como "enfermedad común" en lugar de como "enfermedad laboral" por una enfermedad que estamos empezando a ver que puede dejar secuelas) quizás les cueste volver a conciliar el sueño.
El estigma de la enfermedad mental campando a sus anchas, con servicios de Psiquiatría desmantelados, hospitales que deciden obviar por un tiempo que estos enfermos siguen existiendo, atendiendo en condiciones deplorables a los pocos (demasiado pocos para su vulnerabilidad) que no pudieron aguantar su locura en casa, semanas y semanas confinados, y necesitaron venir a urgencias, encontrándose que no había espacios ni limpios ni sucios para ellos, ni personal de enfermería disponible para administrarles una medicación, cambiarles el pañal o darles cualquier otro cuidado básico que precisaran en su estado de confusión, agitación o delirio.
En casa, se pone la lavadora a diario y a sesenta grados, mochila incluida; hay una caja en la puerta donde deposito cuidadosamente cada día todo lo que viene del hospital o el ambulatorio. Me descalzo en la puerta y me froto los pies con alcohol-gel (que aprendí a fabricar en los días de casi imposibilidad de encontrar desinfectantes en las farmacias) antes de pisar la casa. Me desnudo en el pasillo, meto la ropa en la lavadora. Sin tocar nada me meto en la ducha, me lavo el pelo, me lo seco, me lo recojo. Así a diario. Una sola combinación de ropa para ir a trabajar, que lavo cada día, para no estropear todo mi armario. Pijama siempre en el hospital. Pijama siempre en casa. Sin pendientes. Sin lentillas. Pelo recogido. El glamour, la coquetería y el estilo quedaron guardados en un cajón hasta nuevo aviso. No sentarse en el transporte público. Lavar uno a uno todos los productos de la compra. Agotador. Vivir en una cirugía. Todo para sentir que en el mundo aún queda un lugar (mi casa) libre del horror y el riesgo, un lugar seguro, un lugar donde relajarse no es pecado ni imprudencia.
Y junto al horror, florece la belleza. Narradores orales que regalan cuentos por teléfono los jueves de cuarentena; notas en el ascensor de vecinos jóvenes que se ofrecen a hacer la compra a los mayores del edificio; taxistas que deciden llevar gratis a los enfermos al hospital porque el sistema de ambulancias colapsa; la tecnología que, por una vez, en lugar de aislarnos más se pone al servicio de conectarnos; los abrazos que se guardan y se echan de menos; las prioridades que se reordenan; la naturaleza que respira ante la ausencia de la verdadera pandemia (los humanos); mucha gente respetando normas y apelando al tan ausente sentido común; vecinos hasta ahora desconocidos que se saludan cada tarde de ventana en ventana y bailan juntos "Resistiré" y unas cuantas más durante casi media hora. Conciertos gratis. Psicoterapia gratis. Stay Homas haciéndonos bailar la cuarentena con sus confination songs. Creatividad para cuidarnos unos a otros en forma de redes vecinales, ONGs que subvencionan ADSL como necesidad básica, profesores que se las ingenian para seguir enseñando a sus alumnos en un sistema ya precario en condiciones normales y aún más cuando se hace dependiente de los medios tecnológicos. Miguel entreteniendo por internet con cuentos y juegos a los hijos de los agotados padres y madres que son estos días nuestros amigos.
Miguel y yo pasamos un cuadro leve. Otros no han tenido tanta suerte. Los que quedamos por aquí ojalá sepamos ver la oportunidad que supone cada crisis. Esto aún no ha terminado. Sólo empieza la fase 1, y aún no sabemos cuántas pantallas tiene este videojuego.
Las cacerolas de los vecinos de derechas (que a su avanzada edad parecen haber descubierto con frenesí la protesta social) me recuerdan que son las nueve. He quedado con Miguel para una cena especial por el día de mi santo. Hemos decidido quitarnos el pijama y vestirnos de gala. Me recoge en la puerta del dormitorio a las diez menos cuarto. Reinventarse o sólo sobrevivir.
Éramos muy sabios. Inocentemente sabios. Casi ingenuamente sabios. Nos llegó el aroma y decidimos quedarnos a comer la tarta. Aún mejor, a COMPARTIR la tarta.
Veinte años atrás, yo tenía mucho que aprender, y (no sé si más) que desaprender. Fui a hacer teatro (me ha gustado y lo he hecho desde muy pequeña), pero el regalo que me esperaba era insospechado. Me estaba esperando una de las dos, a lo sumo tres, experiencias que han sido claves en el puzzle de mi identidad.
Os miraba a tod@s estos días, y me preguntaba qué hizo grande esta experiencia. Para mí, ya os lo dije ayer (anochecer en la montaña, ojos cerrados, cogidos de las manos), la palabra clave es autenticidad, una seductora y poderosa invitación a dejarse ser, a probar qué es lo que soy/quiero ser, muchos "¿por qué no?".
Nunca me sentí totalmente de aquel " núcleo duro" de los primeros años (¡maldito Camino de Santiago al que no pude ir!). Pero siempre me sentí muy querida. Y sentí que os quería mucho. Os quería como grupo, como colectividad en la que ser y construir junt@s; y me encontré con cada un@ de vosotr@s, en diversidad de cercanías. Algunos incluso pasasteis con el tiempo a ser partes de mí sin las que hoy no me entiendo. Tod@s tuvisteis y tenéis un papel en mi mundo interior y me evocáis sonrisa y una especie de preciosa fraternidad.
Encontrarnos este fin de semana me hace sentirme aún más cerca de lo que pudimos estar entonces en el Caro, en la biblioteca, en Almorox, en el aula 11, en el hall de la facultad, sobre el escenario... Como decía hoy alguien, no ha sido sólo recordar, sino confirmar y actualizar. Siento que aún nos queda por compartir, que no sois sólo (que ya sería mucho) nostalgia y pasado. Encontrarnos reaviva en mí otro reencuentro que he empezado este verano con las experiencias fundantes de mi vida. Me conecta con esa sabiduría profunda, con esas certezas que se adquieren en las experiencias fuertes del caminar por la vida. Nos ha permitido también reelaborar juntos nuestras narrativas colectivas (o sea, cómo nos contamos nuestra historia común), las de nuestras aventuras y momentos vitales compartidos, las de nuestros encuentros y desencuentros, incluso las de nuestros intercambios de fluidos ;) Mi yo de hace veinte años supo que aquí había "droga de la buena", de la que genera salud, de la que pide más porque hace VIVIR con mayúscula.
Me gusta en lo que nos hemos convertido. Y, al menos yo, al reencontrarme con todo aquello y tod@s vosotr@s, los y las de hoy, puedo reactualizar lo que soy refrescando las partes genuinas que regué junto a vosotr@s y florecieron entonces, dando sustento a lo que vendría después, ya cada un@ por nuestro camino. Vuelvo más viva. Más yo.
Entonces hicimos buen teatro (¡me ha encantado revisionar nuestros montajes con vosotr@s y volver a sentir los nervios del estreno y los ensayos!), nos construimos junt@s, seguimos viviendo ya con la impronta de lo compartido y seguimos después sumando y construyendo. Y hoy, a la vista de este fin de semana, seguimos sumando. Al reencontrarnos, seguimos aprendiendo junt@s, compartiendo experiencias, jugando, abriendo nuestras mentes, tratando de apartar los juicios. Necesitando pocas drogas porque otras cosas nos sacian con creces. Riendo, sintiendo, buscando, compartiendo intimidad. Se nos siguen llenando los ojos de lágrimas. Seguimos muy VIVOS.
Hace ya casi dos semanas, y aún queda "el regustillo". Un regustillo de amor, de felicidad, de cariño. Mucho tardamos en decidirnos a hacer algo como esto, porque parecía que no era necesario; muchas veces durante la preparación de todo el tinglado que ha habido que montar para esto me he vuelto a preguntar si no me estaba empeñando en algo que tampoco era tan importante. Hoy sé que, aunque no era estrictamente necesario, ni ese día ha sido el más importante del mundo, me alegro. Me alegro de haber celebrado lo importante de la Vida, de haber celebrado el Amor. Me siento infinitamente agradecida por la oportunidad de reunir durante un rato laaaaargo a esa gente tan especial que hay en nuestras vidas. Me siento infinitamente afortunada por la vida que me ha tocado vivir, por nuestro encuentro, y por los pasos que hemos tenido la oportunidad de dar juntos para llegar hasta donde estamos, y que nos han permitido caminar en tan buena compañía.
Fue un día de recordar tantas y tantas cosas compartidas entre nosotros como pareja y con otros y otras que forman parte de nuestra historia individual y colectiva. Fue un día de hacer aún más nítida la imagen de lo que somos (o nos gustaría ser) como pareja al verlo reflejado en el el espejo de las palabras y los gestos de los que nos quieren. Fue un día de comprometerse con tantas cosas buenas que nos decís que veis en nosotros, y que, aunque sabemos que en realidad nos veis con los buenos ojos de los que nos quieren y que estamos lejos de esa imagen ideal que proyectáis en nosotros, nos anima a seguir caminando hacia ese Ser en mayúsculas que es la única forma en la que merece la pena participar de la Vida. Infinitos regalos de los de los "güenos, güenos del género güeno" en las sonrisas, las sorpresas, los detalles, lo esfuerzos, la ayuda cargando mesas, decorando embalses, haciendo marcapáginas, comprando quesos, trayendo neveras, recogiendo y fregando platos, abandonándose a la locura y el caos del Protoloco ("¡Larga vida al protoloco!"); el estar y compartir, el abrazo y el beso sincero, la alegría, el venir de lejos, el aportar lo que uno es, tiene y sabe para hacer de este día algo bonito. Infinito agradecimiento. Infinitos matices que quedan en mi recuerdo, que dejan impronta en mi alma aunque no pueda recogerlos en unas líneas.
Palpar el Amor el día que se celebraba el Amor. Sentir que el traje (no me refiero al físico) era exactamente el adecuado, el que sentaba bien a lo que somos, hemos sido y queremos ser. Una brisa suave que acaricia, reconforta, revitaliza y refresca. Una sonrisa grande. El Amor rebosando, dándose y recibiéndose y haciéndose obvias su circularidad y su falta de límites. La certeza de que, desde el Amor, no hay duda de que la Vida merece la pena ser vivida.
Tenía sentido llegar hasta el Cabo de San Vicente. Siendo para mí la travesía una constante metáfora de la vida, tenía sentido cerrar esta etapa. Suelo hacer una balance del año cada treinta y uno de diciembre, pero este año no lo hice. Primero, por falta de tiempo (el MIR no da tregua así estén cayendo bolas de fuego del cielo o se proclame la tercera república); y segundo, porque el treinta y uno de diciembre pasado no sentí que hubiera acabado nada ni empezará nada nuevo. Ni siquiera lo sentí del todo el día veintiocho de enero, después de vomitar en formato multirrespuesta en aquel aula universitaria de Móstoles. Tampoco el día que salió el puesto definitivo. Y es que ninguno de esos momentos clausuraba definitivamente la incertidumbre, siempre quedaba un paso más. Sorprendentemente, tampoco el día de la elección de plaza fue el día de suspirar por fin aliviada, como si algo no me dejara abandonar por completo el nivel basal de preocupación de los últimos diez meses. Y es que una siempre puede preguntarse, "¿habré elegido bien?".
Quizás por eso tenía sentido volver aquí, a la Ruta Vicentina. A los seres humanos nos viene bien lo simbólico; o, al menos a mí, me sienta de maravilla. Este camino comenzó hace diez meses (antes de encerrarme para dedicarle a la Medicina el mayor cómputo de atención concentrada que le he dedicado nunca) en Zambujeira do Mar, caminando de Sur a Norte durante tres días; y termina caminando desde Zambujeira do Mar al Cabo de San Vicente durante otros seis (desde el veintinueve de abril hasta ayer) como si ya estuviera de vuelta de algunas cosas y hubiera crecido al doble mi capacidad para caminar. Ayer, delante de aquel faro rojo y beige, no sólo se cerraba oficialmente en mi interior la puerta de la "etapa mírica-bis", sino que de algún modo era el fin de una caminata mucho más larga: la que empezó a mediados de diciembre de dos mil catorce, cuando se materializó mi inevitable adiós al CTA de Cáritas, que me ha llevado por un camino de esos en los que te viene bien todo lo que echaste en la mochila "por si acaso". Los paisajes de estos dos años y medio han sido tan variados como un paso fugaz por despacho de directora de centro pionero (con foto con político recientemente encarcelado por corrupción incluida... y es que mi olfato de los ambientes y las personas es tan infalible como mi "nariz histórica", que me permite saber quién estuvo ayer en una habitación), dos casting para TVE, la prisión de Estremera, un aula de formación profesional, el centro de salud de al lado de casa o los espacios "sagrados" de Santa Engracia, Santa Bárbara y Hortaleza. Creo que ayer, cuando llegaba al Cabo de San Vicente, se cerraban simbólicamente dos años y medio de peregrinación, de salida de la comodidad para buscar algo que hace dos años y medio era menos que un embrión en mi mente. Y, como en el camino, cada paso ha sido necesario. Fue necesario oler a "podrido" para salir de la Agencia Antidroga; fue necesario ser profesora durante dos semanas para despejar por fin una incógnita que me había acompañado durante años, casi desde la adolescencia (a veces no queda más remedio que caminar un tramo de un camino equivocado para confirmar que no es el tuyo, que desaparecen las marcas que estabas siguiendo); fue necesario poner en marcha Ágape para ser consciente de que, siendo lo que más me gusta hacer, no es un medio de vida realista a tiempo completo por el momento; fue necesario desesperarme con el sistema penitenciario (y aquella afortunadísima conversación aparentemente trivial de Año Nuevo) para, por fin, entender que el esfuerzo necesario para dedicarme a tiempo completo a la salud mental merecía, y mucho, el esfuerzo necesario para darle trece años atrás a la máquina del tiempo.
Cuanto más caminamos, más conocemos, aunque nos duelan más la espalda y los pies. Mi esencia es la misma, pero el viaje de estos dos años y medio, como toda buena travesía, ha ido dejando huellas imborrables en mi piel y en mi corazón. Están los dos más bronceados. La mirada se va ensanchando, como si cada paisaje que descubre la hiciera crecer un poco más.
En esta semana de viaje me he cruzado con varias personas de "mirada ancha", para las que ensancharla cada día un poco más conociendo nuevas personas y lugares (tanto del mundo exterior como del interior) es una prioridad: un austriaco que venía de pasar varios días "in to the wild", que trabaja en Austria con los refugiados y que con una sonrisa de oreja a oreja te hace saber que es muy consciente de la importancia de su trabajo; un surfero (también austriaco) para el que contar con un mes para hacer el Camino de Santiago era sin duda más importante que unas vacaciones pagadas; un joven profesor universitario australiano experto en relaciones internacionales que inició hace meses un viaje de un año por el mundo y, para poder seguir viajando, pasará este verano viviendo y trabajando como recepcionista en un hostel algarviano; un maestro de adultos inglés que, mientras esperaba pacientemente junto a su cámara el mejor momento de la puesta de sol en Arrifana, me explicaba que, tras jubilarse, ha descubierto que la gente quiere comprar las fotografías que va haciendo por el mundo; un malagueño que se enamoró del Algarve y allí lleva ya cuatro años; una alemana que, tras dejar su trabajo, se compró un billete de ida a Portugal y no tiene ni idea de para cuándo la vuelta... El mundo está lleno de gente de mirada ancha... si se sabe dónde buscarla. Y creo que lo que me inspira y lo que me resuena de estos personajes es la apuesta por la búsqueda y la experiencia, y el ser capaces de hacerlo no necesitando demasiado por el camino (no más de lo que cabe en una mochila que puedas cargar); ese saber dar a cada cosa un valor justo, que se mide en términos de lo que nos hace respirar más profundo y poder dedicar un rato a interesarnos por la persona que tenemos al lado, aunque quizás nunca volvamos a verla; porque, aunque sea sólo por hoy, merece la pena estrechar un poco un lazo que percibo más como un lazo universal, ese que nos hace echar una mano y desear lo mejor al que está también en este gran viaje, y al que nos parecemos sorprendentemente en lo más genuino, aunque nuestro origen sea distinto.
No se me ocurre un paisaje más bonito para cerrar esta etapa. No se me ocurre un horizonte más prometedor, y atractivo, y ancho que el que, al final de este viaje, me esperaba desde hace tiempo con paciencia. Los antiguosdibujaban en los mares más allá de la tierra conocida "monstruos marinos y peces con dientes"; pero lo que había en realidad eran otras tierras por descubrir, sorprendentes, llenas de oportunidades. Llegar hasta aquí sólo es el principio. La aventura continúa...
Estoy en una plaza. Un pequeño castillo cubierto de enredadera, delante de mí. Estoy sentada en un banco de piedra que cierra la plaza justo por encima del mar. El rumor suave de las olas me hace de alguna manera sentir como si me meciera en un pequeño barco, en una especie de mecedora acuática virtual. El viento, que se va haciendo más frío según desciende el sol en este horizonte europeo, me acaricia con delicadeza. Todo esto, unido a esa sensación de bienestar que sólo conocen los que saben lo que es una buena ducha después de una mañana y parte de la tarde caminando (que no le envidia nada a la de sacar los pies de las botas y ponerse unas sandalias) hacen de este momento uno de esos que mi querida Maruxa denominaría "como los ricos"; que, lejos de significar un derroche monetario, simboliza ni más ni menos que esos placeres sencillos que te hacen sentir que en este momento no necesitas nada más, un momento de conciencia plena, un momento de estar en un aquí y ahora en "bastantidad". Añado que un campanario no muy lejano acaba de dar bucólicamente las 7, y un pajarillo se ha empeñado en mejorar cantando el panorama sonoro. Lo dicho, "como los ricos" (ya quisieran muchos ricos...).
Estoy en la plaza del castillo de Vilanova de Milfontes. Llevo ya dos días caminando por la costa alentejana. Caminando sola. Bueno, conmigo misma, que no es poco. Hacía tiempo que no pasaba tanto tiempo en silencio... y no viene nada mal. Me doy cuenta de que viajar sola es de alguna forma darte cuenta de los muchos recuerdos que llevas en la mochila y de las muchas personas que llevas en el corazón, que sin orden ni concierto van apareciendo en el escenario de la mente, haciéndote sonreír, emocionarte o asombrarte al desempolvar algún recuerdo que estaba en lo más escondido de la trastienda. Ya lo decía Benedetti: "Tengo una soledad tan concurrida..."
He cambiado mi plan de viaje: me quedaré un día más en la costa alentejana. Desde que di la vuelta en una curva y descubrí el primer acantilado tuve claro que intentaría cambiar el último día de viaje, reservado para visitar alguna otra ciudad, por un día más sumergida en todos estos kilómetros y kilómetros de mar hasta donde abarca tu vista. El plan era haber hecho hoy dos etapas en un día, pero las he fragmentado: no hay necesidad de correr. Se trata de saborear estas raciones de lo que se me antoja el mejor caviar del mundo.
Me gusta viajar caminando. Me gusta caminar el paisaje. Es como si lo hiciera más mío, como si lo conociera mejor. "Esto lo he caminado yo", me suena más intenso que "esto lo he visto yo". De alguna forma es fundirse con lo que ves, hacerte parte de ello; un pequeño ejercicio de comunión con la Naturaleza. Y a mí se me expande el alma, como si se hinchara con tanta belleza. Creo que también me atrae esa metáfora de la vida que son las travesías, como la continua búsqueda de un destino. Con sus tramos difíciles, con la esperanza de llegar, con los momentos de duda, perder con angustia el camino por un rato para llegar de nuevo con alivio al mismo camino, la emoción de lo que está por llegar, la experiencia acumulada que ayuda en el camino, el cansancio, los días de sentirse poderoso y capaz de todo, los momentos en los que comer algo nutritivo te hace como revivir. Me gusta también la sensación de llevar conmigo todo lo que necesito para sobrevivir: aun con mi pesada carga a cuestas me hace sentirme libre... qué mejor deseo para la vida...
Ésta es, sin duda, una de las travesías más bonitas que he hecho nunca.
"¿Le pongo algo más?" "No gracias, estoy servida".
Estoy ya en Almograve, la primera parada de mi ruta por los acantilados. Llegué ayer desde Lisboa a Zambujeira do Mar. Ayer fue un día intenso.
La mañana en Lisboa dio para bastante: para localizar la estación de autobús de Sete Regos y comprar los billetes al Alentejo y para acercarme hasta el Mosteiro dos Jeronimos y la Torre de Belem. Turistas por todas partes, hasta el hastío. Ni el súper-moderno y espacioso tranvía número 15 da para tanto turista. Supongo que el lisboeta medio que tenga que coger ese tranvía a diario odiara con razón al turismo, por más que sea una de las principales fuentes de ingresos.Gracias, una vez más, a Lonely Planet encontré uno de esos tesoros que el turista medio pasa por alto: el Jardín Tropical. El jardín y los pasteles de la pastelería más antigua de Belém (1837) fueron lo mejor de la mañana, la verdad sea dicha.
Y por la tarde... comenzó la aventura alentejana. La impersonalidad de la gran ciudad se queda con ella, y nada más montar en el autobús la señora que llevo al lado se decide a contarme que estuvo en Madrid y le gustó mucho. Me lo cuenta en portugués cerrado, y me entero a medias. Desafío a la empatía superado con éxito. En una nueva pirueta empática acierto a entender que va a Zambujeira a la casa de sus padres (ya fallecidos, tiene 68 años), que se turna con otras dos hermanas. La están arreglando. Me dice que Zambujeira no aparecía en el mapa hasta el 25 de abril. En el momento no lo entiendo muy bien, pero más tarde caigo: la revolución de los claveles. Me cuadra también que lo explicaba diciendo que era "una especie de frente". No sé si tendrá que ver con eso, pero desde que salimos de Lisboa en esta dirección, en cada pueblo se ven carteles del partido comunista y contra el euro. No sé si es una postura mayoritaria o simplemente un colectivo muy activo en la pegada de carteles... Al llegar a a Zambujeira acompaño a esta señora (llamémosle María) hasta su casa, porque no puede con sus maletas. Ella, a cambio, se empeña en ayudarme a buscar mi albergue. Pero antes, insite en enseñarmesu casa, orgullosa. Es una casa de playa antigua, humilde y destartalada, con una letrina que en algún momento se convirtió en wc, aunque sin separar de la habitación, para lo cual hacen las veces unas mantas. "Estos muebles son buenos", me dice en tono de confidencia mientras señala una mesa con cajones en el comedor. "Son de un palacio. Cuando yo nací ya estaban aquí, y aún duran, porque la madera es buena. Los compró mi padre, que era ingeniero naval". Llego por fin al albergue, después de que María me guíe lo mejor que sabe por las calles del pueblo que vio su infancia. "Cuando yo era pequeña no había luz en las calles.Íbamos con velas".
El albergue es chulísimo. Me recibe Joao, un chaval de unos 25 años que me explica con cuidado (y con la ilusión del que lo ha pensado todo) cómo funciona todo en la casa. Me presenta a mi compañera de habitación, una chica suiza algo mayor que yo, con una voz muy dulce y ojos tranquilos con la que me lanzo a hablar en inglés dejando complejos a un lado. Mañana os cuento la historia de Valería. ¿La tortuga? No, no... la suiza, que también se llama Valeria.
Escritora de andar por casa, actriz amateur, artista culinaria hogareña, apasionada de la educación no formal, terapeuta integral de masa madre, altermundista, cantante y guitarrista de pequeño evento (desde duchas hasta bodas) y aprendiz tardía de bailarina.