viernes, 24 de junio de 2016

Monasterios, torres y casitas de playa

Estoy ya en Almograve, la primera parada de mi ruta por los acantilados. Llegué ayer desde Lisboa a Zambujeira do Mar. Ayer fue un día intenso.

La mañana en Lisboa dio para bastante: para localizar la estación de autobús de Sete Regos y comprar los billetes al Alentejo y para acercarme hasta el Mosteiro dos Jeronimos y la Torre de Belem. Turistas por todas partes, hasta el hastío. Ni el súper-moderno y espacioso tranvía número 15 da para tanto turista. Supongo que el lisboeta medio que tenga que coger ese tranvía a diario odiara con razón al turismo, por más que sea una de las principales fuentes de ingresos.Gracias, una vez más, a Lonely Planet encontré uno de esos tesoros que el turista medio pasa por alto: el Jardín Tropical. El jardín y los pasteles de la pastelería más antigua de Belém (1837) fueron lo mejor de la mañana, la verdad sea dicha.

















Y por la tarde... comenzó la aventura alentejana. La impersonalidad de la gran ciudad se queda con ella, y nada más montar en el autobús la señora que llevo al lado se decide a contarme que estuvo en Madrid y le gustó mucho. Me lo cuenta en portugués cerrado, y me entero a medias. Desafío a la empatía superado con éxito. En una nueva pirueta empática acierto a entender que va a Zambujeira a la casa de sus padres (ya fallecidos, tiene 68 años), que se turna con otras dos hermanas. La están arreglando. Me dice que Zambujeira no aparecía en el mapa hasta el 25 de abril. En el momento no lo entiendo muy bien, pero más tarde caigo: la revolución de los claveles. Me cuadra también que lo explicaba diciendo que era "una especie de frente". No sé si tendrá que ver con eso, pero desde que salimos de Lisboa en esta dirección, en cada pueblo se ven carteles del partido comunista y contra el euro. No sé si es una postura mayoritaria o simplemente un colectivo muy activo en la pegada de carteles... Al llegar a a Zambujeira acompaño a esta señora (llamémosle María) hasta su casa, porque no puede con sus maletas. Ella, a cambio, se empeña en ayudarme a buscar mi albergue. Pero antes, insite en enseñarmesu casa, orgullosa. Es una casa de playa antigua, humilde y destartalada, con una letrina que en algún momento se convirtió en wc, aunque sin separar de la habitación, para lo cual hacen las veces unas mantas. "Estos muebles son buenos", me dice en tono de confidencia mientras señala una mesa con cajones en el comedor. "Son de un palacio. Cuando yo nací ya estaban aquí, y aún duran, porque la madera es buena. Los compró mi padre, que era ingeniero naval". Llego por fin al albergue, después de que María me guíe lo mejor que sabe por las calles del pueblo que vio su infancia. "Cuando yo era pequeña no había luz en las calles.Íbamos con velas".
El albergue es chulísimo. Me recibe Joao, un chaval de unos 25 años que me explica con cuidado (y con la ilusión del que lo ha pensado todo) cómo funciona todo en la casa. Me presenta a mi compañera de habitación, una chica suiza algo mayor que yo, con una voz muy dulce y ojos tranquilos con la que me lanzo a hablar en inglés dejando complejos a un lado. Mañana os cuento la historia de Valería. ¿La tortuga? No, no... la suiza, que también se llama Valeria.

2 comentarios:

  1. Por favor, dime que le dijiste a la suiza que se llama igual que nuestra mascota. ¡Por favor, por favor! ¡Jajaja!

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  2. Por favor, dime que le dijiste a la suiza que se llama igual que nuestra mascota. ¡Por favor, por favor! ¡Jajaja!

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