Nada más poner el pie en Berlín uno tiene cierta sensación paradójica: estás en una gran ciudad, y sin embargo no sientes esa presión hecha de prisa, aglomeración y estímulos intensos que te invade en cualquier ciudad. Pese a estar en una ciudad se respira algo amable. Durante varias horas te preguntas por qué, hasta que por inundación visual llegas a la conclusión: lo que diluye el contenido de toda esa olla exprés urbanita es un paisaje hecho de parques, agua, grandes calles y superlativas avenidas; es una calle con pocos coches y muchas bicicletas, lo cual mantiene mucho más a raya los decibelios; es una amplitud que permite ver el cielo en todo momento, y proporciona un horizonte lo bastante descomprimido como para que el alma pueda expandirse lo justo para tomar buenas bocanadas de aire.
Podría vivir en Berlín. Es cierto que lo he visto en junio y con días de un sol tan espectacular que llevaba a los berlineses a salpicar los parques de carne blanca enfundada en biquinis, que les empujaba a unas sandalias y tirantes más que prematuros ( y suponemos que proporcionalmente anhelados durante el largo y frío invierno). Sí, creo que podría corretear a gusto por esas calles incrustadas en el gran bosque que debió de ser antaño y que hoy pugna por salir a cada esquina, junto a esas flores silvestres que crecen con la naturalidad de la mala hierba. Podría adaptarme fácilmente a ese mundo en el que el metro no tiene tornos de entrada porque se presupone (sin ingenuidad) que lo improbable es que alguien se cuele. Podría fusionarme yo también en esa amalgama de culturas que pueblan cada vagón de metro, en esa curiosa mezcolanza que te permite ver a una mujer musulmana con pañuelo en la cabeza, camiseta palabra de honor con lentejuelas y tacones de veinte centímetros junto a la alemana que se arregla poco, el oficinista al uso y el turista. Podría pasear a gusto por esas calles pensadas para el peatón y para la bicicleta, en las que las proporciones de carriles dedicados a carretera y a acera/carril-bici se invierten respecto a España (dos a cuatro en Berlín). Podría desenvolverme bien en una ciudad en la que sus habitantes hacen por entenderte y ayudarte. Creo que encajaría bien en una forma de entender la vida que se refleja, por ejemplo, en el hecho de haber mantenido los vagones de metro de los años noventa con su tapicería pop y su aspecto ligeramente trasnochado simplemente porque funciona bien (quizás ese ahorro contribuye a hacer posible que la frecuencia de paso sea inferior a los cinco minutos). Podría unirme a esa horda de gente que a las tres de la tarde de un viernes conquista los parques porque ha salido de trabajar a su hora, ni un minuto más ni un minuto menos.
Son interesantes de Berlín sus monumentos, sus calles, su apasionante historia con contrastes y paradojas que plantean interrogantes de los que hacen explotar la cabeza. Sin embargo, creo que lo que que queda grabado en mi memoria emocional es una sensación de amplitud, de desahogo, de calma, de expansión a la que seguro contribuye esa naturaleza que se rebosa en pleno asfalto.
Sí, Berlín, te quedas en mi lista de ciudades favoritas. Y me haces reflexionar sobre el hecho de que formas de gestionar y entender que en España parecen de locos progresistas no son más que lo que se presupone en cualquier sociedad medianamente madura que tiene más o menos claro de qué está hecha la verdadera calidad de vida.
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